La
Pradera de San Isidro
La
pradera de San Isidro (1788)
es un boceto de Francisco
de Goya,
pintado para una serie de cartones
para tapices destinados
a la decoración del dormitorio de las infantas del Palacio
de El Pardo.
Con la muerte de Carlos
III el
conjunto del proyecto quedó inacabado, y el cuadro, previsto para
medir siete metros y medio de longitud, quedó en un minucioso
apunte. El boceto pasó a propiedad de los duques
de Osuna hasta
1896, año en que fue adquirido por el Museo
del Prado.
A pesar de su pequeño tamaño, ha llegado a convertirse en el
modelo iconográfico del Madrid
goyesco.
En
él se muestra una vista de Madrid desde
la ermita
de San Isidro,
patrón de la ciudad, el día de la romería. Como es tradicional,
tras la misa la multitud se emplaza en las suaves laderas para gozar
de un tiempo de esparcimiento. Goya aprovecha para mostrar una vista
de Madrid al otro lado del Manzanares,
en uno de los pocos motivos de paisaje salidos de la mano del
artista. En él se aprecian en la lejanía la gran cúpula de la San
Francisco el Grande y
la mole del entonces nuevo Palacio
Real.
En primer término un grupo muy dinámico de figuras de conversan
animadamente y tras ellos, y a la orilla, en el plano intermedio, se
ve la algarabía de la muchedumbre más y más diminuta perdiéndose
a la izquierda en la orilla del río.
El
cuadro presenta en muy pequeñas dimensiones una gran sensación de
espacio, pues en él aparece una gran masa de gente, que corresponde
a la algarabía del día festivo. Este carácter se ve acentuado por
la gama de tonos blancos, rosados, verdes y azules, salpicado aquí y
allá por alguna pincelada roja para dar variedad, en los vestidos de
algunas de las pequeñas figuras. En este cuadro utiliza Goya
una imprimación de
gama fría, innovando con respecto a su primera época de aprendizaje
en el taller de José
Luzán y
que mantendría por mucho tiempo en que la preparación era siempre a
base de tierras rojas, la llamada «tierra de Sevilla» que, con el
efecto de veladura,
daba lugar a transparencias tostadas debido al exceso de óleo. Todo
ello hacía que la obra de su primera época adoptara tonos muy
calientes, tostados. Aquí el resultado es que predominan los oros
venecianos, perlas, grises y rosados. Sin embargo la zona intermedia
está resuelta en tonos oscuros, lo que centra la mirada en
profundidad, dejando a los personajes del primer plano como un marco.
Es
la profundidad de esta vista lo más notable, y para ello tenemos la
perspectiva posiblemente la del emplazamiento que Goya usó captando
la imagen del natural desde los suaves oteros de los alrededores de
la ermita del santo
patrón.
Desde allí vislumbramos el río, a cuya orilla vienen y van los
romeros, presumiblemente a través del puente de barcas del centro de
la imagen, el que daba el paso directamente hacia la zona de la
ermita. Al margen derecho se aprecia la bajada de la calle
de Toledo que
da paso al sólido puente
homónimo,
y a la izquierda, el
de Segovia.
Toda la topografía es realista, como nunca lo fue en la pintura de
Goya, que dejaba indefinidos los paisajes de fondo, imprecisos o
abocetados, y que cumplían la función de no distraer y resaltar el
asunto central. Es este un caso único, porque los recursos van
dirigidos a profundizar en el paisaje. Así, un poco a la derecha del
centro y a la orilla del río se destacan dos majos y dos majas
bailando, que se recortan en negro contrastando con la corriente
clara del río. Son de un tamaño mayor que algunos de los personajes
situados en su mismo plano, con lo que Goya transgrede el realismo
naturalista para aplicar los efectos necesarios para que el arte
embellezca la naturaleza, como dictaban las poéticas
del Neoclasicismo.
Asimismo, organiza a su gusto la iluminación, dejando estas cuatro
figuras en sombra, para que el contraste de tonos sea mayor.
En
cuanto a la composición, el cuadro carece de una clara unidad.
Parece optar por la dispersión de los puntos de atención, y en esto
Goya sí que está obviando las normas preceptivas de las
unidades neoaristotélicas.
Solo se acota la posible huida de la atención a los márgenes del
cuadro mediante la posición de las figuras del primer plano (figuras
estas de elevada posición social y con gestos y relaciones muy
dinámicas), puesto que las figuras de los extremos encierran
formando a modo de paréntesis a las más centrales. De ese modo, el
coche más destacado de la izquierda se dirige a la derecha y lo
mismo ocurre con otros del lado derecho, su dirección establece una
línea de dirección que conforman fuerzas
centrípetas.
Como
cuadro costumbrista, tantas figuras reunidas muestran la idea querida
por la realeza ilustrada destinataria, al fin, del cuadro de mezcla
armoniosa de las diferentes clases y estamentos sociales. Allí
aparecen majos,
ferientes, vendedores y todo tipo de paseantes y vehículos:
desde cabriolés y calesas hasta berlinas, carrozas y tartanas,
para el desplazamiento de las gentes más humildes. Las indumentarias
van desde las casacas a la moda francesa de los personajes del primer
plano hasta las lanas y telas más burdas de las clases bajas.
El
resultado de plantear la zona intermedia como una franja de tono
oscuro provocaría muchos problemas para la realización del tapiz,
aumentados por la cantidad de figuras humanas. De hecho, en una carta
Goya le comenta a su amigo Martín
Zapater que
su trabajo en este cuadro lo realiza «con mucho empeño y desazón».
Estos cuadros, resueltos por Goya con una técnica
pictórica impresionista,
eran de difícil reproducción en la Real
Fábrica de Tapices y
ocasionaría al pintor no pocos problemas con su trabajo. De hecho,
es uno de los primeros cuadros de Goya en utilizar las grandes masas
pintadas de modo muy libre, favorecido por las características y
rápida ejecución del abocetado previo a la realización de los
cartones.
BIBLIOGRAFÍA.
https://www.almendron.com/artehistoria/arte/pintura/goya-realidad-e-imagen/la-pradera-de-san-isidro/
Pilar
Rueda Aguilar
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